lunes, 6 de julio de 2009



Aún teniendo la lamparita de la mesita encendida, descubrí aquello que tanto anhelaba, avergonzado en un rincón. Acurrucada, la encontré en la semioscuridad de aquella habitación improvisada en un viejo desván. Allí estaba, la esperanza que hace años se perdió entre los sonidos y los grises de un invierno quizá demasiado largo. Aquella que un buen día se largó sin avisar, sin dar las gracias, sin siquiera despedirse. Encontré una chispa, un puñado, un frasquito de ella. Era poca, y quería aprovecharla, puesto que no es precisamente su abundancia lo que la caracteriza. Esperanza… bonita palabra. La miré y no supe responderme al preguntarme que para qué la quería exactamente. Supongo que para olvidarla. Si más no, para olvidar aquel último recuerdo de ella que me pertenecía. Esperanza para creer que olvidarla no era una excepción a aquello tan famoso de que todo es posible.
Relajé los músculos, luego las ideas. Mas tarde los parpados. Apagué la bombilla ignorada, ya parpadeando, y me sumergí en mi personal baúl de los recuerdos. Lo abrí, de golpe. Sin más. Entrecerré los ojos para no cegarme con la luz que previne saldría del interior. Cuando esta menguó, me asomé. Despacio. Precavido. Ansioso. Asustado. Cauteloso. Impaciente y paciente a la vez. Comenzó a desfilar en mis narices el recuerdo de aquel amor tan pagano. Creí que ni siquiera hubiera hecho falta abrir el pesado baúl. Sin buscarlo, aquel recuerdo se me aparecía prácticamente incluso en la sopa. Recordaba su mirada con tal exactitud casi llevada a regañadientes hasta la exageración. Recordaba cada punzada de dolor, cada previa frase. Recordaba el ritmo de sus palabras, el tono de su mirada, la dilatación de sus pupilas y el latir de su pensamiento. Recordé como el nerviosismo la delató, como me impresionó echar de menos algo en ella aquel día. Eran recuerdos malos, mal recordados. Porque aquellos que se recuerdan al milímetro y milésima, siempre serán malos. Y se repiten, puntuales como el tictac de un maldito reloj de pared. Como el paulatino entrechocar de unos tacones contra un frío suelo de metal. Recuerdos demasiado sublimes. Demasiado perfectos. Demasiado inoportunos. Quizás, un tanto bonitos. O quizás demasiado otra vez…
Fotorafía: Ezzequiel, por after hours. Fuente de inspiración de este texto.

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