domingo, 3 de mayo de 2009

Un café.

Aunque ya me fue suficiente, solo pude descubrir en el reflejo del mar negro de sus ojos oscuros que, en esta maldita historia, él tenía más preguntas que yo. No pestañeaba, y la mirada le temblaba. Rehuía a la mía, como si ocultara algo y temiese que sus ojos le delataran. Durante breves instantes vi el miedo pasar fugazmente por sus pupilas. Deduce que tenia miedo a perderme, pero ni siquiera se atrevía a decírmelo. Mientras, nuestras cuatro frías manos de invierno sujetan sus respectivas tazas humeantes. Y mientras hablamos, oigo su débil risa, imaginando el rostro, difuminado por el vapor que el café desprende. Que cerca estoy de él y que lejos me parece estar. Pasar el dedo por el borde de la taza y llevármelo a la boca, saboreando poco a poco la dulce sensación del caramelo del Café Macciato. Mientras, le miro. Y él lo sabe. Y yo sé que él lo sabe. Pero mantengo la mirada, intentando descifrar si se está dando cuenta de la intensidad de mi mirada, si está tratando de leer la dilatación de mis pupilas. Que amargo me sabe al café, pero que dulce el momento.

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