Respiro. Me hago sitio entre la torpeza de esta resaca de lo vivido, pero el agua me llega por las rodillas y las calles se convierten en ríos de incertidumbre por los que nadar a contracorriente. En las azoteas, aquellos tejidos que hicimos con hilos de sueño van deshilachándose muy poco a poco, mientras un viento en contra los ondea, cuál bandera en cuya sombra sonríen los vencedores. Mientras, el futuro se desdibuja como una nube, como la niebla que enmarca una atmósfera fría, de miedos, mentiras y almas perdidas.
Descubro que el presente ajeno se ha convertido en una imagen congelada, todo se ha detenido, como acobardado ante mi precisamente sutil presencia. El llanto del niño ha cesado, pero el piano de fondo tampoco se percibe. La hoja sobre la que el viento decidía un futuro quedó flotando en el aire, como si se tratara de un juicio pospuesto. En otra punta de la ciudad, quizá habrá un beso congelado, una bofetada que quedó con la cara a medio apartar,
unas costillas sin acabar de partir, una lágrima aún sin atreverse a caer, una mirada en el metro no tan efímera como debía ser, una ola en la playa que quedó a medio camino entre la fría arena o el mojar unos píes.